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Son gigantes, pacíficas, curiosas y se puede decir que poseen una “belleza exótica”, gracias a sus cuerpos obesos, cabezas con callosidades y bocas barbudas. Su fama es indiscutida, no existiendo otro animal que genere tanto apoyo popular, tratados internacionales para su conservación y un flujo de turistas tan alto a nivel mundial (mueven más de 13 millones de viajeros al año por el mundo).
Las razones abundan para impresionarse con estos animales. Por ejemplo, son los únicos mamíferos completamente acuáticos (nacen, comen y hasta duermen en el agua), tienen uno de los cantos más complejos del reino animal (¿Quién no recuerda a Dory en “Buscando a Nemo” tratando de hablar ballenés?) y uno de sus representantes más emblemáticos, la ballena azul, es el animal más grande que vive y que ha vivido en la Tierra. Sí, más grandes que los dinosaurios.
Sin embargo, para entender realmente por qué impresiona y simpatiza tanto una ballena hay que estar ahí: emocionarse al ver el primer soplo en el horizonte y que tu corazón se acelere de golpe cuando escuchas una estremecedora respiración a sólo metros de ti. Ver cómo se acercan poco a poco y darte cuenta que ellas doblan en tamaño tu frágil embarcación y que podrían darla vuelta si quisieran. Tomar confianza poco a poco porque no son agresivas, pero sí extremadamente curiosas. Observar cómo se mueven y sumergen, mostrando su gigantesca cola para ser fotografiada. Ver que, a pesar de su tamaño, hacen acrobacias e incluso saltan levantando sus 40 toneladas de peso, salpicando litros y litros de agua como en cámara lenta.
Hay que estar ahí para ver las reacciones de los que observan: caras de emoción, garabatos, gritos, aplausos e incluso abrazos de felicitación como si fuera un triunfo personal. Y, finalmente, hay que estar ahí para saber que eres un afortunado y estás viendo a una sobreviviente, una especie que logró resistir a la industria ballenera que casi las llevó a la extinción.